12.9.17

12 DE SEPTIEMBRE DE 2017, CENTENARIO DE MARIO AUGUSTO RODRÍGUEZ

«Enfrentados a su obra resulta difícil insinuar preferencias porque el poeta y el cuentista son necesarios a la expresión total de su temperamento y posibilidades de escritor» —Rodrigo Miró

«[Sus cuentos] acusan una sensibilidad poco común y un modo muy particular de llegar a la esencia, a la entraña misma de lo nacional» —Stella Sierra

«[Su cuento Sequía] sacude a la literatura panameña, le impide caer en la imitación. Retorna a la originalidad que hasta ahora había caracterizado a nuestra estética» —José Lasso de la Vega

Mario Augusto Rodríguez
Mario Augusto Rodríguez (n. Santiago de Veraguas, 12 de septiembre de 1917 - f. Panamá, 11 de enero de 2009) fue egresado de la Escuela Normal "Juan Demóstenes Arosemena" en Santiago de Veraguas en 1939 (Primer Puesto de la primera promoción, los estudios secundarios anteriores a dicho año los hizo en el Instituto Nacional en la ciudad de Panamá); de la Universidad de Panamá en 1951, donde se graduó como Profesor de Español, con especialización en Lengua y Literatura Castellana; de la Universidad Central de Quito, Ecuador, en 1957, donde estudió un postgrado en Periodismo; y en el Instituto de Cultura Hispánica en Madrid, España, donde hizo un postgrado en Lengua y Literatura Española, en 1958.

Periodista, cuentista, ensayista, dramaturgo y poeta ganador de varios premios literarios (incluyendo el 2o lugar en el Concurso Literario "Ricardo Miró" 1956 de Poesía). A lo largo de su vida dirigió muchos medios de comunicación impresa de Panamá, entre esos la revista "Lotería". A principios de los años 60 fue Director Nacional de Cultura del Ministerio de Educación. En 1969, por decisión unánime de una postulación hecha por Rogelio Sinán, Ricardo J. Bermúdez y Catalino Arrocha Graell, fue elegido "Académico Correspondiente" de la Academia Panameña de la Lengua, pero declinó de la invitación.

Fue autor de la colección de cuentos "Campo adentro" (1947), "Luna en Veraguas" (1a ed. 1948, 2a ed. 1963) y "Los Ultrajados (cuentos de la invasión y de otros tiempos)" (1994); la novela "Negra pesadilla roja" (1993); las obras para teatro "Pasión campesina" (1947) y "El dios de la justicia" (1955); el poemario "Canto de amor para la patria novia" (1957, 2o lugar, Concurso Literario "Ricardo Miró" 1956); y los ensayos "Estudio y presentación de los cuentos de Ricardo Miró" (1956), "La Revolución Panameña" (1970), "La Operación 'Just Cause' en Panamá" (1992, ganador del Concurso Latinoamericano de Ensayos de la Fundación Omar Torrijos) y "Sol y sombra de Omar Torrijos Herrera" (2008). Publicó también libros de crónicas y reportajes periodísticos y de viajes, por los que además ganó premios en Panamá y España.

En 2008 terminó sus memorias personales y las periodísticas en ocho tomos aún sin editar. Dejó inéditos los libros de cuentos para niños "Aventuras infantiles", "Fábula de toros" y "La niña y la luna; el poemario infantil "Verde ramaje"; el libro "Chorrillo calcinado (poemas de la invasión)"; la selección de ensayos "Tres estudios: cuentos de Ricardo Miró, Vida y obra de Nacho Valdés y Los poetas en el periodismo panameño"; y tenía en proyecto terminar "Torrijos post morten", "Los años de Remón Cantera" y "Críticas y entrevistas (anotaciones y reflexiones sobre temas artísticos y literarios)".

Unos meses antes de morir fue condecorado por con la orden General de División Omar Torrijos Herrera, en el grado de Gran Cruz, de manos del presidente de la República de Panamá en reconocimiento a su valioso aporte a la comunicación, a la cultura e historia panameña.

***

El enemigo (Los ultrajados, 1994)


Recosté el taburete a la pared del portal. Me senté. Esperé.

Pasaron los hombres cargando el ataud.

Pregunté:

—¿A quién van a enterrar?

Uno de los acompañantes se detuvo. Contestó:

—Es el cadáver de tu enemigo.

Cuando el cortejo fúnebre doblaba la esquina de la calle, sentí en los ojos la humedad de las lágrimas.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —sollocé—. ¿Qué será de mí sin mi enemigo?

***

Un gringuito (2001)

La amarillenta luz del farol de la esquina penetra dentro del cuartucho a través de la ventana abierta. La difusa claridad destaca la negra silueta de la mujer medio sentada en el camastro.

Mientras se acaricia la redonda hinchazón del vientre para palpar los movimientos del embrión, la mujer monologa con maternal ternura:

—Tendrás papá. "Papá Tomy" tendrás que llamarlo. Antes de año nuevo nos casaremos. Después, cuanto tú hayas nacido y él termine su servicio en Albrook, nos llevará con él a los Yunai Estei.

Casi en voz alta, exclama con orgullo:

—Serás gringo como tu papá. No tengas miedo, hijo mío. Él dice que allá hay muchos gringos que son negros como nosotros.

Cierra los ojos soñadoramente. Las manos acarician con suavidad la vida que palpita bajo la tensa piel del vientre.

De pronto, desde arriba, desde el cielo, deciende la furia destructora. La mujer abre la boca para soltar el grito que no sale de la garganta.

Al día siguiente, un sargento de la Fuerza Aérea norteamericana busca entre los humeantes escombros los restos de su mujer y de su hijo no nato.

***


Sequía (Luna en Veraguas, 1948)

Cielo seco. Sol de rayos afilados. Aire caliente. Y, a lo lejos, la permanencia aguda del zigzagueo de los cerros.

—¿Na' de agua?

—Naitica... Ni esperanza...

El cielo estira su perezosa blancura “de canto a canto”. Los reflejos del sol amarillentan el aire y sus lengüetazos ardientes queman la paja seca que reposa sobre los ranchos agachados y acuchillan las hojas de los sembrados.

—¡Ya van tres semanas... Y ná!...

—Haberá que hacer otra rogativa, pues...

—Haberá que hacerla... Puede ser que sirva pa' algo... Aunque ya yo toi creyendo que Dios como que se ha olvida'o de que nosotros 'tamos viviendo por estas tierras, pues...

Tres semanas... Tres largas semanas... “El Veranito de San Juan” vino, como todos los años; pero parece que le gustó el campo y se quedó tamaño rato. Y ahora, nada que quiere irse...

Los arrozales tiemblan de emoción; ya están crecidos y los conmueve el presentimiento de su madurez. En algunas rozas, ya los menudos granos comienzan a cuajar. Por eso ahora, más que nunca, necesitan agua, mucha agua. Pero sólo pueden beber sol. Sólo pueden lamer el filo caliente de los largos rayos solares. Y se les van estirando las hojas desesperadamente, con pretensión absurda de llegar a las fuentes escondidas en el subsuelo.

El cielo permanece inmóvil, perennizando su curva panza blanca y dura. Abajo se alargan las secas rajaduras del suelo chocolate.

—Ya vemos hecho dos rogativas... Y ná....

—El señor Cura ha dicho que hay que tener pacencia...

Paciencia. Paciencia y fe, ha predicado, domingo tras domingo, el señor Cura. Pero el señor Cura está muy lejos y no ha podido venir a ver cómo los cauces de las quebradas van acercando a la superficie del agua, cada vez más, sus fondos de piedra gris. No puede darse cuenta de que los pozos se van secando con pasmosa rapidez. Por eso él sigue aconsejando paciencia, paciencia y fe.

—Ya vamos pa' al mes... Tuito se ‘ta secando...

—Ujú... Y lo pior es que esto ya no revive... Haberá que hacer una resiembra...

Las rozas son, ahora, sucios y amarillentos mares sin oleajes. Las hojas, lamidas constantemente por el sol ardoroso, se doblan, abrumadas de fatiga.

Los troncos de los yucos se van quedando desnudos: levantan la inutilidad de brazos descarnados que son sus ramas, como pidiendo socorro. De los ñames tan sólo van quedando largos bejucos secos que arrastran por la tierra cuarteada sus terribles imploraciones. Los maizales se convierten en matojos secos: ¡tristes seres sin brazos y sin cabellos!...

—Mes y medio... Y ná'...

—La quebrá ‘ta casi seca... Dos o tres días más y se nos van a quedar sin una miajitica de agua los gana'os. La morriña los va a acabar a tuitos...

El aire pesa toneladas de fatiga sobre el lomo del pueblo cansado. Los ranchos agachan más y más sus silencios grises. El viento ciñe un cansancio de plomo en torno a los hombres, en torno a los animales y en torno a los desesperanzados despojos de los plantíos.

Las rozas son enormes cementerios de esperanzas. Los animales acuchillan las noches y los días con sus lamentos dolorosos. Los hombres respiran a bocanadas el ancho agotamiento del aire quieto y beben grandes sorbos de desesperación en cada minuto.

Por los potreros, la muerte seca va cuajando víctimas. Las vacas tienden los cuerpos huesudos sobre la tierra pelada, casi polvorosa, mugen dolorosamente su profunda impotencia y se van quedando quietas. Silenciosamente, doblan el cuello sobre la tierra seca, inmóvil de angustias, y sus mugidos de agonía son cada día más débiles y menos numerosos.

Los pocos pozos no dan agua suficiente para tanta sed. Apenas alcanza, estirándola, para los hombres. A la orilla de los huecos abiertos en la tierra hay constantemente una larga fila de mujeres pacientes. Mujeres de rostros angulosos. Rostros de labios apretados en furioso silencio, rostros de pupilas ausentes, lejanas, perdidas en la raíz invisible de una esperanza. Calladas, las campesinas aguardan turno para llenar las tinajas.

El pozo —viejo, avaro, cruel— hunde allá en el fondo lejano el turbio espejo de sus aguas escasas. Lentamente, con una lentitud que fatiga y desespera, se van llenando los cántaros...

• • •

—Na' de agua... Ni una nube...

—Se van a morir tuitas... Me da lástima verlas ahí tiradas...

Y me duele muy hondo oírlas como bramean... Bernardo y Carmela reposan su fatiga recostados a uno de los horcones del portal. Levantan las miradas de sus ojos, anchos de esperanza, y recorren con ellas el cielo alto: un cielo limpio, imperturbable... Cielo de una brillante claridad que ciega los ojos... Cielo duro...

—Ni una nube, Carmela...

—Naitica, Besnardo...

—Haberá que matarlas...

—Habrá que matarlas...

Las cuatro vacas se habían encontrado frente a la completa imposibilidad de conseguir hierba y agua y se han venido acercando, lentamente, hasta el rancho.

Por debajo del cielo sin nubes, los negros gallinazos trazan las elegantes curvas de sus vuelos fúnebres. Las reses sintieron que el pavoroso peligro de la muerte seca las venía acosando. Como una jauría, la muerte casi hunde ya los colmillos afilados en los flancos huesudos. Ese peligro, que los cuatro animales adivinan despiadadamente cercano, las ha venido empujando hacia la casa de sus amos. Allí se quedan, echadas junto a la tranquera del corral y lanzan al aire, de rato en rato, sus largos mugidos dolorosos.

—Ujú... A mí también me duele...

—No puedo 'tarlas mirando ahí, tiradas en el suelo, como pidiendo una limosna de agua... Habrá que matarlas, Besnardo...

—Sí, Carmela... Haberá que matarlas... Pero ellas se han venío hasta acá, onde uno, huyéndole al hambre, huyéndole a la sed, huyéndole a la muerte... ¿Y, entonces, nosotros vamos a tener que matarlas?

—¿Y qué vamos a hacer, pues?... Tu sabei que esa es la suerte... Y ya yo no aguanto a verlas más ahí tiradas, esperando que venga la muerte pa' llevárselas... To'a la noche se la pasaron mugiendo y mugiendo... Y yo no pude pegar los ojos ni un ratito...

Bernardo mira el cielo, con una remota esperanza prendida en la orilla de las pupilas:

—Si viniera una poquita de agua... Una lloviznita... Na' más que pa' que se les moje el cuero...

Pero la mujer es sorda a la ilusión imposible.

—Ni esperanza, hombre... —le dice moviendo la cabeza—. Mira... Mirá pa' al cielo... ¿No lo ves tuito estirao y limpiacito ‘e nubes?...

—Ujú... Ni esperanza... Haberá que matarlas, pues... Asina será menos pior, porque no tendrán que estar sufriendo más... ¡Tan amorrinás las pobres!...

Entra al rancho a buscar el cuchillo; pero entra lentamente, como quien no quiere hacerlo. La verdad es que no quisiera encontrarlo, que no quisiera saber en dónde está.

Piensa que no va a poder matarlas. ¿Cómo va a poder hacerlo?.. ¿De dónde va a sacar valor para hundir la hoja brillante en las gargantas de las cuatro vacas?... ¿De “sus” cuatro vacas?...

No. No quisiera encontrarlo. Quisiera que se le cerraran los ojos, que se le apretaran muy duro, para no verlo. Quisiera que las manos se le pusieran más gruesas, más torpes, más morenas, como si no fueran las manos suyas, para que no le obedecieran. Quisiera que los pies se le pusieran pesados, muy pesados, como si arrastrara grillos, como si fueran los pies de otra persona. Quisiera...

—¿Qué te pasa, pues?... ¿Ya encontraste el cuchillo, Besnardo? —le grita desde afuera la mujer impaciente.

—No lo hallo, Carmela... No lo hallo toavía... —murmura apresuradamente, sintiéndose asustado como un chiquillo sorprendido en falta—. No ‘ta por ningún la'o....

—Pero si ahí ‘ta, hombe...

Ahí está: delante de sus ojos, turbios de indecisión. La mujer tiene que cogerlo y ponérselo en las manos, duras de torpeza. El frío agudo de la hoja brillante le quema la piel sin vellos de la mano abierta. Los pequeños ojos le duelen de angustia. Una polvorosa sequedad le prende un fogón de leña en la garganta. Y los golpes apresurados del corazón le duelen dentro del pecho.

¡Habrá que matarlas!...

Son “sus” vacas. “Sus” cuatro vacas. Las mismas que compró con ganancias, celosamente economizadas, que había obtenido después de más de diez años de trabajo. Años de trabajo bajo el agua persistente y bajo el sol implacable. Soles terribles, como este de ahora. El sudor le empapaba las ropas; pero él pensaba en “los ocho realitos” que se estaba ganando y seguía moviendo el machete.

¡Corta!.. ¡Corta!.. Y por la noche los realitos caían, uno a uno, en el “coco” guardado arriba del jorón. Son “sus” cuatro vacas. Las cuatro vacas que estaban destinadas a ser la herencia de los dos hijos. Las cuatro vaquitas que fue comprando, una a una. Cuando las veía, pensaba en ellos: en los dos hijos...

Y ahora, habrá que matarlas... Si las dejara vivas, la sed y el hambre irían consumiéndolas lentamente, horriblemente. Y ya no aguanta verlas sufrir más, porque les tiene cariño, como le tiene cariño al rancho y a la roza. No aguanta verlas como muerden el suelo pelado. No aguanta oír los mugidos tristones con que los cuatro animales parecen sollozar.

Con el cuchillo será muchísimo mejor para las pobres reses, porque será todo mucho más rápido. Así, no habrá el tormento largo de la sed y del hambre. Serán, tan sólo, cuatro prolongados mugidos dolorosos. Y ya no sufrirán más.

¡Matarlas!...

Ahí están, al alcance de sus manos. Ahí están, delante de sus ojos, con las ocho pupilas, anchas y limpias, claritas como el agua, mirándolo con una tranquila mansedumbre. Las pobres bestias, agotadas por la sed y por el hambre, ni siquiera intentan levantarse. Le clavan en el rostro las hondas miradas tranquilas y se quedan quietas... Quietas, como el cielo... Quietas, como el viento... Quietas, como la fatiga de la sequía...

Por la hoja brillante del cuchillo corren las risas de mil luces asesinas. La mano aprieta los dedos, dolorosamente, sobre la cacha de madera, y un sudor pegajoso y frío le corre por la piel de la espalda.

¡Matarlas!...

Hundir en las gargantas la hoja ancha y afilada y oír el temblor de los últimos bramidos dolorosos...

¡Matarlas!...

—¡Ahí va!..

Ha cerrado fuertemente los ojos. El cuchillo entra, hasta la cacha, en la suave carnosidad de la garganta. Un mugido sordo sale por la boca ancha de la vaca y un estertor espumoso se envuelve en la sangre que brota de la herida y se le mete al hombre por los ojos, por la nariz, por los oídos: ¡por todos los poros de la piel penetra la espuma roja del estertor!... Y un lengüetazo de sangre caliente le lame y le tiñe de aliento rojizo el brazo y el pecho...

Con los ojos fuertemente cerrados y con los dedos morenos apretados sobre la cacha del cuchillo... Una furia criminal le muerde en las raíces de los músculos de los brazos y le grita en cada dedo de las manos y una locura homicida le corre por dentro de la cabeza, caliente de sol y colorada de sangre.

Tres mugidos, livianitos como quejas, se levantan en el silencio y se extienden en el aire seco, enrojeciéndolo.

Ahí están... Ya están muertas...

—¡Carmelaaaa!.. ¡Las maté!.. ¡Ya están muertas, muertecitas, Carmelaaaa!...

El llano se ha puesto rojo. El cuchillo se ríe con rojas carcajadas. En los ojos del hombre se agrandan rojas angustias. La camisa transparenta rojas humedades. Las venas de sus brazos dibujan rojos cauces a través de la piel. Y en el cielo, el rojo más colorado se pasea orgullosamente por entre las nubes blancas...

—¡Mardita sea!..

Levanta en el brazo rojo el rojo cuchillo y la insensata imprecación se eleva majestuosamente en el aire, quieto de asombro, y abofetea la bóveda celeste con ruido de seca protesta.

—¡Mardita sea!...

Y nuevamente el salivazo de la blasfemia hiere el azul del cielo.

De pronto, como si el cielo se sintiese ofendido, un trueno retumba tras de los cerros grises... Otro trueno... Y otro...

El cielo se llena de truenos horrísonos. Las nubes aparecen a lo lejos. Luego, se acercan rápidamente, en furiosa carrera. Son negras, como fantasmas... Espesas... Sombrías...

Y sobre el rojo brazo del hombre, que alza hacia al cielo el cuchillo sangriento en audaz maldición, se desata el aguacero, como la respuesta de Dios...

***

Nochebuena dulce (Luna en Veraguas, 1948, ganador del Concurso de Cuentos de Navidad de 1944 de La Estrella de Panamá) se puede leer [[AQUÍ]]